miércoles, 7 de octubre de 2009

Había una vez un rey .

Había una vez un rey, era el monarca de un pequeño país, llamado principado de Uvilandia. Su reino estaba lleno de viñedos y todos sus súbditos se dedicaban a la elaboración de vino. Con la exportación a otros países, las quince mil familias que habitaban Uvilandia ganaban suficiente dinero para vivir bastante bien, pagar los impuestos y darse algunos lujos.


Hacía ya varios años que el rey estudiaba las finanzas del reino. El monarca era justo y comprensivo, y no le gustaba la sensación de meterle la mano en los bolsillos a los habitantes de Uvilandia. Por eso hacía grandes esfuerzos para encontrar la manera de reducir los impuestos.

Hasta que un día tuvo una gran idea.

El rey decidió abolir los impuestos.

Como única contribución para solventar los gastos del estado, el rey pediría a cada uno de sus súbditos que, una vez al año, en la época en que se envasaran los vinos, se acercaran a los jardines de palacio con una jarra de un litro del mejor vino de su cosecha y lo vaciarían en un gran tonel que se construiría para tal fin y en aquella fecha.


De la venta de esos quince mil litros de vino se obtendría el dinero necesario para el presupuesto de la corona, los gastos sanitarios y la educación de su pueblo.


La noticia corrió por el reino a través de bandos y carteles en las principales calles de las ciudades.

La alegría de la gente fue indescriptible. En todas las casas se alabó al rey y se cantaron canciones en su honor.


En todas las tabernas se alzaron las copas y se brindó por la salud y la larga vida del buen rey.


Entonces llegó el día de la contribución.

Durante toda la semana, en barrios y mercados, en plazas y en iglesias, los habitantes se recordaban y recomendaban unos a otros no faltar a la cita. La convivencia cívica
era la justa retribución al gesto del soberano.


Desde temprano, empezaron a llegar de todo el reino las familias enteras de los vinateros con su jarra en la mano del cabeza de familia. Uno por uno, subían la larga escalera que conducía a la cima del enorme tonel real, vaciaban su jarra y bajaban por otra escalera al pie de la cual el tesorero del reino colocaba un escudo con el sello del rey en la solapa de cada campesino.


A media tarde, cuando el último de los campesinos vació su jarra, se supo que nadie había fallado. El enorme barril de quince mil litros estaba lleno. Del primero al último de los súbditos habían pasado a tiempo por los jardines y vaciado sus jarras en el tonel.


El rey estaba orgulloso y satisfecho.

Al caer el sol, cuando el pueblo se reunió en la plaza frente al palacio, el monarca salió a su balcón aclamado por su gente. Todos estaban felices. En una hermosa copa de cristal, herencia de sus ancestros, el rey mandó a buscar una muestra del vino recogido. Con la copa en camino, el soberano les habló.


-Maravilloso pueblo de Uvilandia: tal como había imaginado, todos los habitantes del reino han acudido hoy al palacio. Quiero compartir con vosotros la alegria de la corona al confirmar que la lealtad del pueblo con su rey es igual a la lealtad del rey hacia su pueblo. Y no se me ocurre mejor homenaje que brindar por vosotros con la primera copa de este vino, que será sin duda un néctar de dioses, la suma de las mejores uvas del mundo, elaboradas por las mejores manos del mundo y regadas con el mayor bien del reino, es decir, el amor del pueblo.


Todos lloraban y vitoreaban al rey.


Uno de los sirvientes acercó la copa al rey y éste la levantó para brindar por el pueblo que aplaudía eufórico.

Pero la sorpresa detuvo su mano en el aire: al evantar el vaso, el rey notó que el líquido que contenía era transparente e incoloro. Lentamente, lo acercó a la nariz, entrenada para percibir el aroma de los mejores vinos, y confirmó que no tenía olor ninguno.

Catador como era, llevó la copa a su boca casi automáticamente y bebió un sorbo.


¡El vino no tenía sabor de vino, ni de ninguna otra cosa!


El rey envió a buscar una segunda copa de vino del tonel, después otra y, por último quiso
omar una muestra desde el borde superior.

Pero no había caso: todo era igual. Inodoro, incoloro e insípido.


Los alquimistas del reino fueron llamados con urgencia para analizar la composición del vino. La conclusión fue unánime:
el tonel estaba lleno de agua. Agua purísima. Cien por cien agua.

El monarca mandó reunir inmediatamente a todos los sabios y magos del reino, para que buscaran con urgencia una explicación a aquel misterio.

¿Qué conjuro, reacción química o hechizo había sucedido para que esa mezcla de vinos se transformara en agua?


El más anciano de los ministros del gobierno se acercó y le dijo al
oído: "¿Milagro? ¿Conjuro? ¿Alquimia? Nada de eso, señor, nada de eso. Vuestros súbditos son
humanos, majestad. Eso es todo".


-No entiendo -dijo el rey.


-Tomemos por caso a Juan -dijo el ministro-. Juan tiene un enorme viñedo que abarca desde el monte hasta el río. Las uvas que cosecha son de las mejores cepas del reino y su vino es
el primero en venderse y al mejor precio.


Esta mañana, cuando preparaba a su familia para bajar al pueblo, se le pasó una idea por la cabeza:

¿y si ponían agua en lugar de vino? ¿Quién podía notar la diferencia?

Una sola jarra de agua en quince mil litros de vino: ¡Nadie notaría la diferencia! ¡Nadie!


Y nadie lo hubiera notado, salvo por un detalle, majestad, salvo por un detalle.


¡Todos pensaron lo mismo!

Jorge Bucay